martes, 28 de abril de 2020

miércoles, 8 de abril de 2020

A NUESTROS HÉROES. TEXTO II. Por Faraona ( Elena García Posada)

A vosotros, todos
Con ese gesto grácil que arrastra desde su más tierna infancia, acomoda sus piernas como buenamente puede en la ardiente tierra y coloca su delantal que cae sobre las rodillas desgastadas por el paso del tiempo, rodillas que no sólo han soportado el peso de una mujer andaluza robusta, dura sino que también ha soportado los tiempos del hambre, de las fechorías y felonías de terratenientes, dictadores, señoritos…mientras un sol abrasador se cierne cruel e inquisitivo sobre la figura ya menuda de Enedina.
En un descuido, fruto ya del agotamiento por permanecer horas en la misma posición, una rama acaricia burlona la herida casi cicatrizada que hace un mes le abrió un policía de un toletazo.
Sin otros medios para defenderse en aquella manifestación salvo con su tesón, su dignidad, sus manos encallecidas y su fuerza de mujer hecha a sí misma tras una vida de duro trabajo y dedicación al prójimo aguantando insultos, vejaciones, palizas, etc. hasta de aquel malnacido que durmió a su lado cuarenta cinco años, le hizo frente al petulante y ególatra policía dispuesta a borrarle esa sonrisa de suficiencia, provocadora e insidiosa que la hicieron retroceder en su mente sesenta años atrás; en una preadolescencia mancillada por los horrores de una guerra y los abusos que en ella se hicieron.
Justo cuando aquel mozalbete, porque podría ser mi nieto, posó sus frías manos en mis muñecas apretándomelas como si me las fuera a arrancar; con rabia y dolor contenidos, me doblé sobre mis acostubrados riñones y abrí la boca con una furia de años contenida, que de no ser por mis maltrechos dientes postizos, se las hubiera arrancado a dentelladas como Miguel Hernández la tierra que cubría a su amigo Ramón Sijé.
Asombrado por la actitud y fuerza con que Enedina le había hecho frente, y cuyas maneras sirvieron para envalentonar a sus vecinos manifestantes, no tuvo otro remedio que desenfundar la porra y aporrear sobre la turbamulta que se agolpaba cada vez más cerca de la puerta de la Consejería de Agricultura de Andalucía.
Sentí un dolor tan agudo y enérgico que me recorrió toda la pierna izquierda, subió por la médula espinal y llegó a mi cabeza con tanta virulencia que me mareó más que el aguardiente que mi madre me daba en el biberón de chica y caí como una muñeca de trapo.
¡La madre que lo parió! Cuando volví en mí, gracias a Antonia la de Pepe que me abanicaba con la bandera de mi tierra para despertarme a la par que lloraba como una niña, noté que los latidos de mi corazón descendían a la espinilla y en ese momento fui consciente que aquel malnacido, otro más, me había abierto de un porrazo una brecha en la pierna.
Fue entonces, y tras varias horas de cánticos, rugidos de motores de tractores, cortes de carreteras… contra el sistema, los políticos, los precios, los jornales, el capitalismo, etc. Enedina, sus vecinos y demás agricultores andaluces y extremeños se dispersaron y regresaron agotados, heridos pero satisfechos a sus campos para retomar la faena que toda una vida venían desempeñando pese a los años, pese a los daños.
Veinte puntos nada menos, chiquilla, me dice orgullosa Enedina mientras accede risueña y bonachona a que le siga haciendo más preguntas.
Toda la vida igual, pero esto cambiará, tiene que cambiar. Llegará algo que haga ver de una vez por todas la tomadura de pelo y el abuso que nos hacen a los agricultores. Me compran por unos céntimos de ná el aceite y después lo venden a millón y no dicen ni mú. ¡Cabrones!, dice Enedina mientras se gira apretando los puños con rabia y traspasa los critales para posar su mirada en aquellos campos fértiles que, si por ellos fueran, dice con voz enérgica, serían eriales y hambre de pan y horizontes.
Termino todas las preguntas de la entrevista y apago la grabadora. Enedina vuelve sobre sí misma y con un gesto cariñoso me pregunta si he terminado y me invita a café y pestiños. 
Aún es visible la cojera, no se ha recuperado del todo, y sus manos me revelan una avanzada artritis reumatoide a la que ella se opone cocinando, fregando, acariciando a sus nietos y trabajando en el campo. A mí que me entierren en él porque en él quiero morir, dice como si me hubiera leído el pensamiento. ¿No dicen que somos polvo y que al polvo volvemos? Pues te aseguro que ahí hay más polvo y tierra que en ningún otro sitio; y me guiña un ojo en señal de aprobación. Le devuelvo una sonrisa tierna y callada.
Sigo escuchando las historias que me cuenta: de la guerra, del hambre, del campo, etc. y me enorgullece la vitalidad de Enedina, su energía, su capacidad para soportar el dolor y su generosidad. Y emocionada escuchándola, lloro ríos de lágrimas viendo las noticas de las residencias donde los niños, hermanos todos de Enedina, que nos han dado todo lo que tenemos, y a los que les debemos tanto y todo, mueren solos y apartados de sus seres queridos por culpa de un virus que nos ha sobrepasado a todos, que nos ha parado en seco y nos ha desnudado el alma. Un virus que nos ha confinado y hacinado entre montones de sentimiento de dolor, rabia, impotencia…
La brecha en la pierna de Enedina es la brecha entre el bien y el mal, entre la futilidad y la trascendencia, entre la niñez y la vejez, entre la vida y la muerte, entre lo ético-moral y la economía.
Enedina, nuestros abuelos, los agricultores, los policías, los camioneros, los profesores, las cajeras, los médicos, las enfermeras, los comerciantes, el ejército, los autónomos, tú, ella, yo, nosotros, etc. somos la “intrahistoria”  de Unamuno pero en tiempos del Covid-19: la historia de millones de personas sin historia que con su labor diaria han hecho la historia más profunda y callada de los pueblos.
Gracias a todos, héroes y heroínas.   

martes, 7 de abril de 2020

NUESTROS HÉROES por Faraona (Elena García Posada)

La vida humana: entre lo endeleble y lo nimio
Éste era el título que definitivamente había escogido para su artículo. Desde que había sido expulsada del laboratorio por su condición de adalid en la lucha por la defensa de la mujer en la ciencia, no había dejado de investigar al lado siempre de su maestra y mentora Margarita Salas. Mi carácter tenaz y la lealtad a mis compañeros y al trabajo objetivo y exhaustivo, me llevó a una expulsión injusta y controvertida de una jefa, machista y de carácter refractario, más interesada en la política y sus consiguientes intereses personales que en la importante investigación que estábamos llevando a cabo desde que en febrero iniciáramos el estudio para determinar la afectación del Covid-19 en las células y tejidos moleculares y su relación con el sistema inmune.
Temían que el virus que estaba mermando la ciudad china de Wuhan, llegara a España y asolara toda la población de la península junto con la de países como Italia cuya composición genética es similar a la española. Y no se equivocaban, sería cuestión de tiempo y éste, aunque siempre importante, en los estudios bioquímicos resultaba primordial. De él dependía la vida de millones de personas; las vacunas, tras intensos estudios y numerosas comprobaciones en animales, serían la única solución para erradicar aquella pandemia que no tardaría en pasar a la historia por su virulencia y facilidad de contagio. Todo el equipo sabía que debían de poner los cinco sentidos en esa investigación, todos eran conscientes de la importancia de sus trabajos. Si lograban descrifrar la composición molecular del virus, podrían defender del ataque de aquél a las células y a las proteínas para su reconstrucción en la cadena genética. Lo difícil sería convencer a su jefa para que exigiera al Gobierno una partida económica mayor para llevar a cabo dichos estudios. En los últimos años habían sufrido numerosos recortes en I+D y eso les imposibilitaba desarrollar su trabajo: sin inversión no hay producción. Su jefa, una mujer más interesada en escalar en su status social que laboral, se había convertido en una acólita de la ideología política del presidente actual. Tal vez en un futuro erigida ministra de una nueva cartera, prefería el servilismo más talibán que una conciencia limpia y tranquila al servicio de la ciencia y la investigación.
Pero nadie de su equipo iba a tirar la toalla. Si por algo se caracterizaban era por su compromiso y dedicación. En el conciliábulo que horas antes habían mantenido en la sala contigua al laboratorio, habían trazado las directrices a seguir en caso de que su jefa no aprobara lo de la partida y llevara al traste tan importante investigación.
Como si de una premonición se tratara, copió en uno de sus discos de memoria externa los archivos que había guardado en el ordenador que le habían asignado cuando entró en prácticas, y eliminó todo rastro de éstos. No quería que su jefa, reacia a lograr una vacuna contra el Coronavirus, llevara al traste los estudios que ya habían logrado descifrar. Dos meses más tarde comprobaría que de no haber actuado así, no hubiera salvado la vida  a millones de personas en todo el nundo.
Varios meses después de aquel encontronazo que había terminado con su expulsión, siguió junto con su mentora las investigaciones que habían iniciado para lograr la vacuna que frenara los daños moleculares del virus. Improvisó como laboratorio el sotáno que poseía aquella hermosa casería asturiana que había comprado hacía un par de veranos. Esculpida en piedra, rodeada por la verdura de sus campos y cerca del último pozo minero que había cesado su extracción de carbón, encontró las fuerzas suficientes para seguir indagando.
En sus últimas averiguaciones había descubierto que este virus era más contagioso que una gripe porque su fuerza molecular incidía directamente sobre el sistema inmune del afectado produciéndole fiebre alta, neumonía severa, dolor de huesos, pérdida de las glándulas gustativas y olfativas y dolor de cabeza independientemente de que éste tuviera patologías previas o no. Estaba en Asturias y sabía que la combinación del Covid-19 y la silicosis de los que, como su abuelo habían sido mineros, sería mortal.
Nerviosa por cómo estaba avanzando en sus investigaciones y por cómo habían aumentado el número de contagios, cogió su ordenador portátil, las llaves del coche y condujo dirección al hospital HUCA de Oviedo donde había concertado una reunión con  el prestigioso virólogo y epidemiólogo doctor Posada.
Juntos habían dado importantes pasos para frenar el virus. Eran conscientes de ello y por eso, ahora, tenían miedo de sacar a la luz sus investigaciones. En España, por el momento, lo habían catalogado como “una simple gripe” y sus estudios supondrían una revolución y una confrotación contra aquéllos. El estudio final pasaba por comprobarlo en ratas y cerdos. De ser satisfactorios los resultados en estos animales habrían logrado la vacuna para erradicar el virus más mortífero de los últimos cien años.
Se miraron, se abrazaron y decidieron probar esa vacuna en los animales esa misma noche. Si el resultado era positivo, deberían agotar todos sus medios hasta contactar con el gabinete del presidente y presentarles sus estudios.
Las noticias que llegaban no eran nada alentadoras. Sabían que los contagios irían en aumento y con ellos las muertes. En una ida y venida de sentimientos encontrados de fuerza y cansancio, inyectaron al quinto animal porcino y a la décima rata. Las soluciones a ese muestreo serían suficientes. Para bien o para mal sabían que habían agotado todas las vías posibles. Dormidos sobre las gélidas mesas del sótano, la máquina de la cual extraían los resultados emitió el sonido que anunciaba el fin de sus investigaciones. Y sí, todo esfuerzo tiene su recompensa. Ellos obtuvieron lo que les había tenido desvelados noches enteras: la vacuna para erradicar al Covid-19 era una realidad. Nadie lloraría ninguna muerte. El confinamiento y el miedo se iban a acabar a favor de la unión social, el civismo y la responsabilidad. Y lloraron pero de alegría.