A vosotros, todos
Con ese gesto grácil que arrastra desde su más tierna infancia, acomoda sus piernas como buenamente puede en la ardiente tierra y coloca su delantal que cae sobre las rodillas desgastadas por el paso del tiempo, rodillas que no sólo han soportado el peso de una mujer andaluza robusta, dura sino que también ha soportado los tiempos del hambre, de las fechorías y felonías de terratenientes, dictadores, señoritos…mientras un sol abrasador se cierne cruel e inquisitivo sobre la figura ya menuda de Enedina.
En un descuido, fruto ya del agotamiento por permanecer horas en la misma posición, una rama acaricia burlona la herida casi cicatrizada que hace un mes le abrió un policía de un toletazo.
Sin otros medios para defenderse en aquella manifestación salvo con su tesón, su dignidad, sus manos encallecidas y su fuerza de mujer hecha a sí misma tras una vida de duro trabajo y dedicación al prójimo aguantando insultos, vejaciones, palizas, etc. hasta de aquel malnacido que durmió a su lado cuarenta cinco años, le hizo frente al petulante y ególatra policía dispuesta a borrarle esa sonrisa de suficiencia, provocadora e insidiosa que la hicieron retroceder en su mente sesenta años atrás; en una preadolescencia mancillada por los horrores de una guerra y los abusos que en ella se hicieron.
Justo cuando aquel mozalbete, porque podría ser mi nieto, posó sus frías manos en mis muñecas apretándomelas como si me las fuera a arrancar; con rabia y dolor contenidos, me doblé sobre mis acostubrados riñones y abrí la boca con una furia de años contenida, que de no ser por mis maltrechos dientes postizos, se las hubiera arrancado a dentelladas como Miguel Hernández la tierra que cubría a su amigo Ramón Sijé.
Asombrado por la actitud y fuerza con que Enedina le había hecho frente, y cuyas maneras sirvieron para envalentonar a sus vecinos manifestantes, no tuvo otro remedio que desenfundar la porra y aporrear sobre la turbamulta que se agolpaba cada vez más cerca de la puerta de la Consejería de Agricultura de Andalucía.
Sentí un dolor tan agudo y enérgico que me recorrió toda la pierna izquierda, subió por la médula espinal y llegó a mi cabeza con tanta virulencia que me mareó más que el aguardiente que mi madre me daba en el biberón de chica y caí como una muñeca de trapo.
¡La madre que lo parió! Cuando volví en mí, gracias a Antonia la de Pepe que me abanicaba con la bandera de mi tierra para despertarme a la par que lloraba como una niña, noté que los latidos de mi corazón descendían a la espinilla y en ese momento fui consciente que aquel malnacido, otro más, me había abierto de un porrazo una brecha en la pierna.
Fue entonces, y tras varias horas de cánticos, rugidos de motores de tractores, cortes de carreteras… contra el sistema, los políticos, los precios, los jornales, el capitalismo, etc. Enedina, sus vecinos y demás agricultores andaluces y extremeños se dispersaron y regresaron agotados, heridos pero satisfechos a sus campos para retomar la faena que toda una vida venían desempeñando pese a los años, pese a los daños.
Veinte puntos nada menos, chiquilla, me dice orgullosa Enedina mientras accede risueña y bonachona a que le siga haciendo más preguntas.
Toda la vida igual, pero esto cambiará, tiene que cambiar. Llegará algo que haga ver de una vez por todas la tomadura de pelo y el abuso que nos hacen a los agricultores. Me compran por unos céntimos de ná el aceite y después lo venden a millón y no dicen ni mú. ¡Cabrones!, dice Enedina mientras se gira apretando los puños con rabia y traspasa los critales para posar su mirada en aquellos campos fértiles que, si por ellos fueran, dice con voz enérgica, serían eriales y hambre de pan y horizontes.
Termino todas las preguntas de la entrevista y apago la grabadora. Enedina vuelve sobre sí misma y con un gesto cariñoso me pregunta si he terminado y me invita a café y pestiños.
Aún es visible la cojera, no se ha recuperado del todo, y sus manos me revelan una avanzada artritis reumatoide a la que ella se opone cocinando, fregando, acariciando a sus nietos y trabajando en el campo. A mí que me entierren en él porque en él quiero morir, dice como si me hubiera leído el pensamiento. ¿No dicen que somos polvo y que al polvo volvemos? Pues te aseguro que ahí hay más polvo y tierra que en ningún otro sitio; y me guiña un ojo en señal de aprobación. Le devuelvo una sonrisa tierna y callada.
Sigo escuchando las historias que me cuenta: de la guerra, del hambre, del campo, etc. y me enorgullece la vitalidad de Enedina, su energía, su capacidad para soportar el dolor y su generosidad. Y emocionada escuchándola, lloro ríos de lágrimas viendo las noticas de las residencias donde los niños, hermanos todos de Enedina, que nos han dado todo lo que tenemos, y a los que les debemos tanto y todo, mueren solos y apartados de sus seres queridos por culpa de un virus que nos ha sobrepasado a todos, que nos ha parado en seco y nos ha desnudado el alma. Un virus que nos ha confinado y hacinado entre montones de sentimiento de dolor, rabia, impotencia…
La brecha en la pierna de Enedina es la brecha entre el bien y el mal, entre la futilidad y la trascendencia, entre la niñez y la vejez, entre la vida y la muerte, entre lo ético-moral y la economía.
Enedina, nuestros abuelos, los agricultores, los policías, los camioneros, los profesores, las cajeras, los médicos, las enfermeras, los comerciantes, el ejército, los autónomos, tú, ella, yo, nosotros, etc. somos la “intrahistoria” de Unamuno pero en tiempos del Covid-19: la historia de millones de personas sin historia que con su labor diaria han hecho la historia más profunda y callada de los pueblos.
Gracias a todos, héroes y heroínas.
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