La vida humana: entre lo endeleble y lo nimio
Éste era el título que definitivamente había escogido para su artículo. Desde que había sido expulsada del laboratorio por su condición de adalid en la lucha por la defensa de la mujer en la ciencia, no había dejado de investigar al lado siempre de su maestra y mentora Margarita Salas. Mi carácter tenaz y la lealtad a mis compañeros y al trabajo objetivo y exhaustivo, me llevó a una expulsión injusta y controvertida de una jefa, machista y de carácter refractario, más interesada en la política y sus consiguientes intereses personales que en la importante investigación que estábamos llevando a cabo desde que en febrero iniciáramos el estudio para determinar la afectación del Covid-19 en las células y tejidos moleculares y su relación con el sistema inmune.
Temían que el virus que estaba mermando la ciudad china de Wuhan, llegara a España y asolara toda la población de la península junto con la de países como Italia cuya composición genética es similar a la española. Y no se equivocaban, sería cuestión de tiempo y éste, aunque siempre importante, en los estudios bioquímicos resultaba primordial. De él dependía la vida de millones de personas; las vacunas, tras intensos estudios y numerosas comprobaciones en animales, serían la única solución para erradicar aquella pandemia que no tardaría en pasar a la historia por su virulencia y facilidad de contagio. Todo el equipo sabía que debían de poner los cinco sentidos en esa investigación, todos eran conscientes de la importancia de sus trabajos. Si lograban descrifrar la composición molecular del virus, podrían defender del ataque de aquél a las células y a las proteínas para su reconstrucción en la cadena genética. Lo difícil sería convencer a su jefa para que exigiera al Gobierno una partida económica mayor para llevar a cabo dichos estudios. En los últimos años habían sufrido numerosos recortes en I+D y eso les imposibilitaba desarrollar su trabajo: sin inversión no hay producción. Su jefa, una mujer más interesada en escalar en su status social que laboral, se había convertido en una acólita de la ideología política del presidente actual. Tal vez en un futuro erigida ministra de una nueva cartera, prefería el servilismo más talibán que una conciencia limpia y tranquila al servicio de la ciencia y la investigación.
Pero nadie de su equipo iba a tirar la toalla. Si por algo se caracterizaban era por su compromiso y dedicación. En el conciliábulo que horas antes habían mantenido en la sala contigua al laboratorio, habían trazado las directrices a seguir en caso de que su jefa no aprobara lo de la partida y llevara al traste tan importante investigación.
Como si de una premonición se tratara, copió en uno de sus discos de memoria externa los archivos que había guardado en el ordenador que le habían asignado cuando entró en prácticas, y eliminó todo rastro de éstos. No quería que su jefa, reacia a lograr una vacuna contra el Coronavirus, llevara al traste los estudios que ya habían logrado descifrar. Dos meses más tarde comprobaría que de no haber actuado así, no hubiera salvado la vida a millones de personas en todo el nundo.
Varios meses después de aquel encontronazo que había terminado con su expulsión, siguió junto con su mentora las investigaciones que habían iniciado para lograr la vacuna que frenara los daños moleculares del virus. Improvisó como laboratorio el sotáno que poseía aquella hermosa casería asturiana que había comprado hacía un par de veranos. Esculpida en piedra, rodeada por la verdura de sus campos y cerca del último pozo minero que había cesado su extracción de carbón, encontró las fuerzas suficientes para seguir indagando.
En sus últimas averiguaciones había descubierto que este virus era más contagioso que una gripe porque su fuerza molecular incidía directamente sobre el sistema inmune del afectado produciéndole fiebre alta, neumonía severa, dolor de huesos, pérdida de las glándulas gustativas y olfativas y dolor de cabeza independientemente de que éste tuviera patologías previas o no. Estaba en Asturias y sabía que la combinación del Covid-19 y la silicosis de los que, como su abuelo habían sido mineros, sería mortal.
Nerviosa por cómo estaba avanzando en sus investigaciones y por cómo habían aumentado el número de contagios, cogió su ordenador portátil, las llaves del coche y condujo dirección al hospital HUCA de Oviedo donde había concertado una reunión con el prestigioso virólogo y epidemiólogo doctor Posada.
Juntos habían dado importantes pasos para frenar el virus. Eran conscientes de ello y por eso, ahora, tenían miedo de sacar a la luz sus investigaciones. En España, por el momento, lo habían catalogado como “una simple gripe” y sus estudios supondrían una revolución y una confrotación contra aquéllos. El estudio final pasaba por comprobarlo en ratas y cerdos. De ser satisfactorios los resultados en estos animales habrían logrado la vacuna para erradicar el virus más mortífero de los últimos cien años.
Se miraron, se abrazaron y decidieron probar esa vacuna en los animales esa misma noche. Si el resultado era positivo, deberían agotar todos sus medios hasta contactar con el gabinete del presidente y presentarles sus estudios.
Las noticias que llegaban no eran nada alentadoras. Sabían que los contagios irían en aumento y con ellos las muertes. En una ida y venida de sentimientos encontrados de fuerza y cansancio, inyectaron al quinto animal porcino y a la décima rata. Las soluciones a ese muestreo serían suficientes. Para bien o para mal sabían que habían agotado todas las vías posibles. Dormidos sobre las gélidas mesas del sótano, la máquina de la cual extraían los resultados emitió el sonido que anunciaba el fin de sus investigaciones. Y sí, todo esfuerzo tiene su recompensa. Ellos obtuvieron lo que les había tenido desvelados noches enteras: la vacuna para erradicar al Covid-19 era una realidad. Nadie lloraría ninguna muerte. El confinamiento y el miedo se iban a acabar a favor de la unión social, el civismo y la responsabilidad. Y lloraron pero de alegría.
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